Suele empezar desde la noche anterior. Ingenuamente muchas veces aún supongo que todo acabará con el sueño y que a la mañana siguiente no habrá rastros. Me equivoco. Es un despertar denso. Abro los ojos mucho más temprano de lo que me gustaría e inmediatamente siento el peso de la tristeza en los párpados, en los hombros, en las rodillas. No me cabe duda que será uno de esos días. Me cuesta mucho levantarme y me quedo un rato debajo de las cobijas, tapada hasta la cabeza, pensando y repensando cosas inútiles...tan inútiles como la nostalgia.
Paseo por mis decisiones recientes, por mis conclusiones más frescas. Me repito las razones y los hechos que me llevaron a tomar tal o cual determinación. Intento volver a convencerme de que eso que decidí es lo mejor. No siempre lo logro.
En días como éste, incluso la música pierde su sabor y son contadísimos los grupos y las canciones que tolero. De todos modos siempre es bueno arrancar el día con ritmo y eso intento. Me aturdo, canto contra la almohada, recibo con cierto alivio el mareo del sonido.
El apetito cae al piso junto con el ánimo y no siento el más mínimo interés por desayunar.
Miro por la ventana y me encuentro un día radiante, un clima que mete sin piedad el dedo en la llaga...que parece burlarse del gris interior. Un día soleado absolutamente indiferente a mi tristeza. Ah.
Saco a caminar a Matías porque él no tiene la culpa de nada y porque sé que no me hará mal una caminadita. Ya con la mente un poco más despejada, acepto tranquilamente que definitivamente es uno de esos días. Me pongo en piloto automático. Sé que lo mejor es realizar normalmente las actividades cotidianas. Intento planear un poco el día para mantener el cuerpo y la mente ocupados. Deshojo hora tras hora en medio de una inconsciencia, de una ausencia práctica. Hablo, como, camino, hasta sonrío pero realmente no estoy ahí.
Estoy (noestoy) acá sentada, hermética, ridícula. Triste.
D
13/2/12
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