Cómo me alegra encontrar en Netflix series y películas cuyos personajes principales son personas "no heterosexuales". Cómo me alegra que ya no sean solo personajes secundarios, muchas veces caricaturescos, cuyo rol estaba lleno de estereotipos y que parecían estar presentes solo para divertir o lubricar algunas escenas.
Es increíble que en pleno siglo XXI todavía tengamos que explicarle al mundo nuestra validez como humanos por el simple hecho de serlo y más increíble aún tener que justificar quién nos gusta y por qué. Es absurdo ver aún, hoy en día, marchas y manifestaciones de personas exigiendo derechos que deberían darse por sentado, derechos que ni siquiera deberían estar en discusión. Yo no tengo que salir a exigir nada a cuenta de mi orientación sexual. ¿Por qué habría usted de hacerlo? Si somos iguales. Sentimos igual el amor, sentimos igual el deseo. ¿Habrá acaso algo más íntimo que el vínculo y la atracción que uno puede sentir por alguien más? ¿A cuenta de qué tiene alguien que darle explicaciones a usted de por qué le gusta fulano o sutano?
Se habla de la comunidad LGTBIQ+ como si tuvieran que formar un rancho aparte. La comunidad debería ser una sola, la humana, donde ni siquiera tendría que haber diferenciaciones ridículas. Que si tal lugar es “gay friendly” o que si tal institución es “inclusiva”, hágame el bendito favor. Cuando el mundo sea realmente sensato, friendly e inclusivo, no habrá necesidad de esas etiquetas que son solo eso, etiquetas. Porque nos encantan las categorías. Nos remuerde como humanos no comprender más allá de nuestras narices los fenómenos del mundo, lo que no podemos explicar, lo distinto. Y entonces hay que clasificar hasta quiénes somos y cómo nos queremos. Que si homosexual, que si bisexual, que si le gusta esto o le gusta lo otro entonces ya no hace parte de esta categoría o de aquella. Que si los colores, que si los peinados, que si la ropa, que si los pasatiempos, que muy masculino, que muy femenino, que muy rarito, que mucha loca.
Me hierve la sangre.
Como sociedad nos sobran doctrinas, religiones, protocolos; y nos falta más amor, más comunicación, más calle, más lecturas, más experiencias, más empatía.
Ojalá cada vez más valientes salgan a gritarle al mundo lo que son y lo que valen. Ojalá en cada familia, en cada salón de clase, en cada oficina uno de esos valientes salga a dar cátedra, con su ejemplo, de lo que es ser auténtico y leal a sí mismo. Que nos den clase de respeto y tolerancia a todos los que vivimos llenos de prejuicios, máscaras y apariencias, los que volteamos la mirada porque es un beso distinto, los que rechazamos al otro solo porque es un humano diferente a mí.
A los homofóbicos ni los voy a nombrar, pobres mentes estrechas, pobres almas atormentadas, ojalá la vida los ponga en su lugar. Pero sí tienen una mención especial los cómplices silenciosos, que seguramente hemos sido todos alguna vez. Los que nos reímos del chiste, los que observamos el bullying desde la barrera, los que seguimos usando insultos despectivos que muchas veces creemos inofensivos y no lo son.
Si usted, como yo, no quiere hacer parte de esos cómplices, empiece por usted, empiece por casa. Cambie el lenguaje, sea más respetuoso, no asuma, acostúmbrese a preguntar por la pareja del otro (que deja el género y la conversación abierta), no celebre el chiste, enfrente a sus amigos y familiares sin miedo, lea, salga, relaciónese.
Entérese y convénzase, de una buena vez, que los demás tienen sus mismos derechos y que el amor no necesita más explicación que ser sentido.
D.